La fama del pueblo de Israel llegó a todas partes. Antes, eran solo esclavos en Egipto, recorrieron durante 40 años el desierto y ahora están cerca de conquistar Canaán, la “tierra prometida”. Para eso, primero, necesitarían eliminar a sus enemigos. Así, aceptaron el desafío de vencer a la ciudad de Jericó, que estaba fortificada y poseía grandes murallas – algo inimaginable para cualquier ejército.
Sin embargo, eso solo fue posible porque Dios estaba con ellos y les garantizó la victoria. De tal modo que los israelitas ganaron la batalla de una manera inesperada: marcharon y tocaron trompetas hasta que las murallas cayeron.
Los pueblos de alrededor quedaron atemorizados y el objetivo siguiente era la ciudad de Hai. Josué, que había sido escogido por Dios para liderar a Israel, les pidió a los espías que se infiltraran en la ciudad y que le trajeran informaciones útiles para la estrategia de ataque.
Confiados, los espías le dijeron a Josué que enviara solo 3 mil hombres, porque Hai no era fuerte. Todos esperaban una victoria rápida – pero no fue lo que sucedió.
Incluso aparentando ser débil, Hai forzó al ejército de Israel a retroceder y mató a 36 hombres de Josué. Cuando volvieron, los guerreros estaban abatidos y desmotivados. Entonces, Josué buscó en Dios una respuesta para aquella derrota, afirmando que la vergüenza no era solo del pueblo, sino también de Él.
Josué rasgó sus vestiduras, juntamente con los sacerdotes, puso su rostro en el suelo, delante del Arca de la Alianza, y cubrió su cabeza con tierra.
Después dijo: “¡Ah, Señor Dios! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan? ¡Ojalá nos hubiéramos quedado al otro lado del Jordán! ¡Ay, Señor! ¿Qué diré, ya que Israel ha vuelto la espalda delante de sus enemigos? Porque los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nuestro nombre de sobre la tierra; y entonces, ¿Qué harás Tú a Tu grande nombre?” (Josué 7:7-9).
Inmediatamente, Dios le pidió a Josué que se levantara y afirmó que Israel había pecado contra Él. Pues el pueblo había desobedecido la orden de no tomar objetos de los otros pueblos, por eso, consecuentemente, estaría predestinada a la derrota si continuaban manteniéndolos con ellos.
El Señor dio la orden para que Josué convocara a todos al día siguiente, con el fin de descubrir quién había pecado robando utensilios de otros pueblos. Fue así que Josué descubrió que había sido Acán, un soldado de la tribu de Judá, que durante la batalla de Jericó, en vez de entregar los materiales para ofrendarlos al Señor, los había guardado en su tienda. Uno de esos materiales era una capa babilónica – por eso hoy existe la expresión “capa de Acán”, cuando alguien se refiere a un regalo que trae maldición.
Consecuentemente, Acán, su familia y sus objetos fueron destruidos por el pueblo de Israel.
Obediencia a Dios
Dios pide que Sus hijos sean obedientes a Su Palabra. Antiguamente, como vimos en la historia de Acán, las consecuencias del pecado eran pagadas con la vida. Sin embargo, hoy no es así, pero aún podemos ser perjudicados por el pecado.
Hay personas que perciben que sus vidas están “atadas”, estancadas, presas en una situación de derrota y, así como Josué, se cuestionan los motivos de sus dolores. Sin embargo, es necesario que se haga un análisis de cómo ha sido su conducta en relación a las enseñanzas de Dios, para que la situación cambie y Su gloria se materialice en conquistas.
Mientras que no se elimine lo que nos aleja de Dios, la vergüenza permanecerá arraigada y la victoria lejos de ser alcanzada.
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