Algunas veces en la vida, estamos rodeados de gente. Familia, amigos y otros que incluso parecen amigos, pero que, en realidad, solo sacan provecho de algo en esa compañía nada desinteresada. A causa de ese último tipo de persona, muchos se sienten solitarios, incluso en una ciudad de decenas de millones de habitantes.
Otras veces, estamos solos. Al menos físicamente parece eso.
Jesús, en Sus innumerables quehaceres de Su ministerio en la Tierra, vivía rodeado de gente. Familiares, amigos, falsos amigos que un día Lo traicionaron e incluso enemigos confesos. En Su insuperable bondad, amaba a todos.
El Señor Jesús era una persona querida y odiada. De los dos lados, las personas querían saber adónde estaba, qué hacía. Era más o menos como las “celebridades” de hoy, que no pueden estirar el cuello hacia afuera de una ventana o entran a un simple negocio sin que alguien los fotografíe y publique el hecho.
Pues Se apartó de las personas buenas y de aquellas que no Lo querían. Se retiró hacia el desierto. Fue a un lugar donde no era el centro de las atenciones. Pero fue hacia allí justamente para que Su centro de las atenciones fuera Dios, y Su conexión con Él.
Los desiertos no son, hasta hoy, lugares fáciles para que un individuo se mantenga vivo. En un radio de a veces millares de kilómetros, puede no haber nadie para socorrer en caso de accidentes. Si el agua de la cantimplora se termina, el camino hacia una fuente puede llevar días. Incluso en los días actuales, la presencia de ladrones y asesinos es una realidad, sin que las autoridades los detengan.
Bastaría que Jesús deje de comer y beber, incluso en la seguridad de la ciudad, si quisiera solamente hacer una ayuno común.
Sin embargo, fue llevado al desierto por el Espíritu Santo, porque Dios tenía un propósito especial que solo Él debía saber.
Allí, fue tentado por el diablo. Débil, con hambre, solitario. Sin embargo, pudo vencer al señor del mal, en una de las mayores victorias de la historia de la humanidad. Venció porque tenía Sus ojos en el enfoque correcto. Su enfoque era Dios. Y era de Él que venía la resistencia física y espiritual para que el Mesías atravesara uno de los más difíciles momentos de Su vida terrenal.
A los ojos de otras personas, a los ojos del propio diablo, parecía que Jesús caminaba solo por aquellas dunas, bajo ese sol agresivo de día, por ese frío seco y casi congelante a la noche.
Pero, aunque los ojos no lo pudieran ver, la Biblia es clara: el Espíritu Santo llevó a Jesús al desierto.
Dios estaba a Su lado todo el tiempo.
De la misma forma, muchos pueden no entender su elección de adherirse al “Ayuno de Jesús”. Pueden incluso no ver que, en esta cuarentena especial antes de la apertura de las puertas del Templo de Salomón, usted está más cerca de Dios. Pero habrá que ver el resultado de esa experiencia en su vida.
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