“El alma es fuerte ante los males para los cuales fue preparada”. La frase de Séneca es directa y contundente, y si invertimos el orden, se vuelve aún más clara: quien no se prepara para los males es débil.
Una de las pocas certezas que tenemos en la vida es que todo pasa, tanto los malos momentos como los buenos. Mientras los días de alegría no nos exigen demasiado, los de tristeza y dificultad nos demandan una serie de virtudes que solo pueden desarrollarse con el paso del tiempo.
La paciencia, la serenidad, reaccionar bien bajo presión y tener habilidad para resolver cuestiones difíciles no son cualidades innatas, sino características que todos necesitamos desarrollar a lo largo de la vida (si queremos ser personas fuertes de alma, como afirmó Séneca). Y, la mayoría de las veces, adquirir estas virtudes requiere atravesar una serie de experiencias incómodas y vergonzosas, y no hay nada malo en eso.
Sin embargo, yendo en contra de lo obvio, lo políticamente correcto nos dice que no se debe corregir a un alumno, mucho menos reprobarlo, aunque no haya aprendido nada, que las competencias en las que solo uno gana son perjudiciales para el desarrollo de un niño y que cualquier forma de llamar la atención de un empleado que lo incomode de alguna manera ya constituye acoso laboral.
En lugar de demonizar un mecanismo natural que contribuye a nuestra evolución, debemos prepararnos para los malos momentos. El hecho de no querer pasar vergüenza en la escuela nos lleva a estudiar más y, si no queremos que nos llamen la atención en el trabajo, nos esforzamos por dar lo mejor de nosotros. El lado bueno de la vergüenza nos hace crecer, desarrollarnos y nos prepara para desafíos mayores. En estos casos, la vergüenza trae resiliencia.
Pero lo que se ve hoy en día es una falta de vergüenza generalizada, ya que a muchos ya no les importa recibir visitas en una casa desordenada y sucia, no les preocupa si hablan o escriben mal y les da igual no saber cómo comportarse en la mesa o sentarse correctamente.
Cuando se trata de la vida profesional, no hay ningún problema en responder mal a un superior, tratar a un cliente sin la mínima educación o tener el peor desempeño del equipo. Ya no da vergüenza ser descubierto perdiendo el tiempo, mintiendo o engañando. Es una “nueva normalidad” que provoca involución, retroceso y decadencia.
La verdad es que sonrojarse de vergüenza está haciendo mucha falta.