“Y en el desierto has visto que el SEÑOR, tu Dios, te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado, hasta llegar a este lugar.” (Deuteronomio 1:31)
No importa cuántas luchas enfrentamos en los desiertos de la vida. Existe la certeza de que nuestro Dios nos ha guiado por todo el camino, como un padre lleva a su hijo. Hasta que lleguemos, Él nos guiará. Cuando anda con su padre, el hijo sabe que no necesitará preocuparse por nada. Está seguro, protegido. Sabe que cuenta con la vigilancia de alguien mucho más fuerte que él.
Claro, nunca es fácil. Tampoco es posible atravesar el desierto descuidadamente.
Sin embargo, sabiendo que es el padre quien lo guía, ¿qué hijo no estaría tranquilo? ¿Qué tranquilidad debería ser mayor? ¿La de un niño que sabe que su padre lo guía o la de una persona que sabe que es guiada por Dios?
El desierto, por sí solo, no es un lugar fácil. Son los momentos difíciles que pasamos, son las luchas, las persecuciones, los momentos de agonía. Soportamos cosas que jamás imaginamos poder soportar. Descubrimos fuerzas donde antes solo hubiéramos encontrado ganas de desistir. Aprendemos a confiar en el Padre, pues o miramos hacia Él y Lo seguimos hasta las aguas, hasta el lugar de descanso, o nos perdemos y morimos en el desierto.
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Los hijos de Dios deben confiar en Él cuando pasen por desiertos, pues es Quien los guía hasta la Tierra Prometida.
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(*) Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo
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