En su primer libro, la Biblia ya mostraba las diversas formas de la presencia hídrica en la naturaleza.
“Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas.
E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así.
Y llamó Dios a la expansión Cielos. Y fue la tarde y la mañana el día segundo.
Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así.
Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares. Y vio Dios que era bueno.”
Génesis 1:6-10
El versículo de Génesis citado anteriormente, muestra las diferentes formas en que el agua se presenta en la naturaleza; en los diferentes estados, sólido, líquido y gaseoso. Hay un constante intercambio, que desde la corteza terrestre (en los mares, lagos, lagunas y ríos) se evapora, forma nubes, se precipita (lluvia, granizo y nieve) y vuelve al suelo, incluso penetra en éste y, guiada por la gravedad, va hacia las capas subterráneas, generalmente, corriendo hacia ríos y hacia el mar. Luego de ser absorbida por las raíces de las plantas, también se evapora a través de sus hojas y vuelve a la atmósfera. Y todo recomienza.
La mayor parte del vapor (el agua en su estado gaseoso) que está sobre el mar, regresa a los océanos en forma de lluvia, la cual también es trasladada a la tierra por los vientos. La densa niebla (neblina) también es agua en suspensión, al igual que el rocío, que se produce por su condensación en la superficie (como podemos ver por la mañana sobre la vegetación o sobre los vehículos que quedaron fuera de sus garages, los que amanecen mojados aun sin que haya llovido).
Sólida, líquida y gaseosa
El agua es la única sustancia que existe, en condiciones naturales, en los tres estados de la materia. Alternando esos estados, el agua pasa del globo terrestre hacia la atmósfera, y vuelve a éste; formándose de esta manera, el ciclo hidrológico (ilustración).
Por la evaporación y la transpiración (de seres vivos aerobios, los que “respiran con aire”), el agua va hacia la atmósfera, en estado gaseoso. Cuando el vapor alcanza cierto nivel, se condensa, formando las nubes – convirtiéndose así en algo visible-, las que permanecen suspendidas en la atmósfera. Cuando esas gotas suspendidas se juntan y se enfrían, se precipitan, formando la lluvia. Éstas pueden penetrar en la tierra y formar un acuífero (un manto freático, que generalmente abastece a los pozos), o fluir por la superficie, dirigiéndose a un río, un lago, una laguna o hacia el mar. Entonces, la luz solar incide sobre el agua situada sobre la superficie terrestre, su temperatura aumenta, se evapora y todo vuelve a comenzar. Este ciclo se repite continuamente.
En general, comienzan por los ríos, pueden comenzar en las nacientes, lugares donde el agua brota de la tierra en su desembocadura, o por el deshielo periódico de las montañas. Esos mismos ríos abastecen innumerables ciudades (que indefectiblemente los contaminan, contradictoriamente) y alimentan la irrigación agrícola, además de servir para el transporte de personas y cargas. Muchos ríos hacen posibles la vida en sus márgenes, y allí nacen varios grupos humanos. Antiguos navegantes penetraban por allí, partiendo del mar hacia el interior, fundando varias localidades. La erosión de los ríos modela el ambiente, creando deltas y valles.
La vegetación tiene un papel muy importante. El agua no solo es absorbida por las raíces, consecuentemente se evaporando o volviendo al aire por la transpiración. Por ese motivo, la mayoría de las formaciones forestales del planeta forma un clima húmedo a su alrededor, equilibrándola. Por el mismo motivo, las ciudades son áreas verdes y desiertos que sufren por la sequedad.
Desperdicio y polución
El volumen del agua siempre fue el mismo. Su distribución por estados físicos varía a lo largo del tiempo. Los océanos tienen 96,4% del agua del planeta, cubriendo tres cuartos de éste. De los 3,6% que restan, cerca del 2,25% están en forma sólida en los casquetes polares y glaciares. Sólo el 0,75% de toda el agua de la Tierra está en ríos, lagos, lagunas, en capas subterráneas y en forma de vapor en la atmósfera. Y es de ese poco que nosotros sacamos para beber y para otro usos (incluyendo el desperdicio y la polución, que han llamado cada vez más a la atención en estos tiempos cuando se habla tanto de sustentabilidad). En realidad, la cantidad de agua que utilizamos para beber es menos del 0,01% existente en el planeta.
¿Aun piensa que aquella canilla perdiendo en su casa o en su empresa no significa nada? ¿Piensa que tirar basura en un río o lanzarlos deshechos de las cloacas y de las industrias no causa ningún mal? La cantidad de agua siempre fue igual pero la población mundial aumenta cada vez más rápido, generando mayor consumo.
La molécula del agua está formada por dos átomos de hidrógeno (H) y uno de oxígeno (O), representada por la famosa fórmula H2O. En su estado gaseoso, puede reaccionar con gases provenientes de la polución atmosférica, como el dióxido de azufre (SO2), dióxido de carbono (CO2) y óxidos de nitrógeno (NO, NO2, N2O5), formando un compuesto que se precipita en forma de la famosa lluvia ácida. Ésta causa el deterioro de materiales como construcciones y vehículos, además de aumentar la acidez del suelo y perjudicar la vegetación (natural o de cultivos), que muere lentamente. Las gotas de la lluvia, aunque no sea ácida, captura microorganismos (como bacterias) en suspensión en el aire, al no estar apta para beber sin tratamiento, como muchos creen.
La misma desde Génesis
Como podemos notar, el agua del planeta nunca aumentó ni disminuyó de volumen. La cantidad es la misma desde la creación siguiendo su siclo. La misma agua que está dentro de organismo del internauta que ahora lee este informe ya estuvo dentro de billones de otras personas y otros seres vivos desde que Dios creó el mundo, o ya formó parte de océanos y ríos de los más distantes, también pudo haber estado en las más altas montañas en forma de hielo y nieve. Un óptimo ejemplo de la famosa máxima del químico francés Antoine Laurent de Lavoisier (1743-1794): “En la Naturaleza nada se crea, nada se pierde, todo se transforma”. Tal como Dios la hizo en Su sabiduría, ahora y siempre.