Oiga lo que el Espíritu les dice a los cristianos: ellos volvían de la misión gloriosa en la cura de los enfermos, liberación de los cautivos y uso de la autoridad cristiana sobre Satanás.
Los había invadido una alegría incontenible. Pero el Señor inmediatamente los alertó, diciendo:
“Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos.”, (Lucas 10:20).
Una cosa es recibir las bendiciones en todas las áreas de la vida en este mundo e, incluso, servir como vehículo de esas bendiciones.
Otra cosa es recibir la bendición de las bendiciones: la plena certeza de tener el nombre escrito en el Libro de la Vida, concedida por el Espíritu de Dios, y también servir como instrumento de esa gloria.
Todas las bendiciones materiales de la vida son migajas delante de la grandeza de servir como morada del Espíritu Santo.
Nada en este mundo, por más rico, más lindo, más placentero que sea, se compara con la plenitud del Espíritu del Señor Jesús.
Debido a esto, nada ni nadie es capaz de quitar el gozo, la paz y la convicción de que Su presencia está en el interior de uno.
Él es el Tesoro Oculto inagotable, encontrado por aquellos que Lo buscan con todas sus fuerzas, con todo su entendimiento y de todo corazón.
Está claro que, en Su ausencia, cualquier migaja, aunque sea amarga, es dulce como la miel.
La inmensa alegría de aquellos discípulos no tenía nada que ver con el gozo de la alegría y la certeza absoluta de ser el Templo vivo del Espíritu Santo.
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