La guerra del bien contra el mal está dentro de cada uno de nosotros. De un lado el bien (Espíritu Santo) impulsándonos a hacer lo correcto, lo justo, lo verdadero, todo lo que Le agrada a Dios. Del otro lado, el mal (diablo), usando todo su armamento para destruirnos, actuando principalmente en los sentimientos y pensamientos.
El mal es persistente, no se presenta tal como es, viene disfrazado, de manera tan sutil que si la persona no está vigilante no nota que es él.
Puede entrar a través del rencor, de los malos ojos, de la envidia, de los deseos carnales, del mal comportamiento, de la sensualidad, de la impureza, en fin, de todo lo que ya conocemos y fuimos advertidos.
De la misma forma, el Espíritu Santo nos enseña a que procedamos de manera que agrada a Dios, siendo imitadores de Cristo Jesús. El Señor Jesús es nuestro mejor ejemplo de que podemos vencer al mal aniquilándolo por completo. El secreto está en tener comunión con Dios.
¿Y dónde entra nuestra persona en esta historia? ¿Dónde está mi participación? Yo decido quién va a vencer: si el bien o el mal. ¿De qué forma? A través de mis actitudes, por ejemplo: El mal me dice: “¿Estás viendo a esa persona? Mira qué orgullosa es”. Y en realidad yo no conozco a la persona, pero si digo: “Es verdad, esa manera de ser de ella no me agrada”, estoy literalmente ayudando al mal a vencer al bien, porque el bien me dice que no juzgue por la apariencia.
Así que, mi amiga, no nos dejemos engañar, debemos resistir con vehemencia las embestidas del mal. Por eso, la Biblia nos advierte: “Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo.”, (Efesios 6:11).
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