Las relaciones familiares se constituyen en la convivencia familiar y en el papel que cada uno tiene dentro de la familia. Generalmente, el hijo mayor es la referencia para los más pequeños, porque es el que vive primero las nuevas experiencias. Naturalmente abre el camino para sus hermanos. Pero no quiere decir que esto sea una regla.
Cada familia es una, con sus peculiaridades y características. La pareja, antes de tener el primer hijo, trae a su matrimonio las experiencias de su propia familia de origen, costumbres, gustos, valores, cultura y sobre todo la fe.
Cuando se une esa pareja, busca rehacer estas características para construir su propia familia. Las expectativas que la pareja tiene con su primer hijo también se reflejará en cómo lo tratan y cuál es su lugar en la familia. Así será también con los siguientes hijos y esas relaciones pueden desarrollarse de manera saludable o no.
En la Biblia tenemos un claro ejemplo de preferencias. Isaac se identificaba más con Esaú y Rebeca con Jacob. Eso significa que en aquella familia había preferencias. Los hijos notan cuando los padres se identifican más con uno que con el otro. Por eso, es muy importante prestar atención a los vínculos que se construirán, para no estimular la competitividad entre hermanos.
Cada hijo tiene características propias y por eso los padres no pueden ni logran actuar de la misma forma con ellos, porque cada uno requiere de los padres diferentes habilidades y decisiones.
Un punto importante para que los hijos crezcan sanos es que ellos estén seguros de que son amados y aceptados por sus padres tal como son. Es común en una familia tener un hijo más reservado, el comunicativo, el cariñoso y el diferente. Sí, el diferente, ¿por qué no? Las personas pueden recibir la misma educación, sin embargo, cada una va a valorar y expresar de forma diferente sus experiencias con su familia.
Puede ser que una reprensión para un hijo tenga una dimensión, mientras que para otro el efecto sea diferente. No podemos olvidar que cada ser humano tiene su personalidad, su carácter y su reacción. Por eso, es muy importante que los padres traten de enseñarles a sus hijos la fe. Es ella la que los llevará a Dios. Y, una vez que los hijos nacen de Dios, el carácter y la personalidad serán moldeados por el propio Espíritu Santo. Y, cuando eso suceda, las debilidades humanas, la inseguridad, los complejos y los celos desaparecerán. Porque Dios testificará en ellos su importancia y valor.
Mientras que los hijos no nazcan de Dios, serán personas comunes, susceptibles a las relaciones humanas, que siempre causan traumas y daños. Porque somos imperfectos y no existen padres que no se equivoquen. Por lo contrario, los padres también se equivocan, pero Dios arregla todo y lo transforma en bien. Por eso, debemos plantar la semilla de la Palabra de Dios en el corazón de nuestros hijos, para que esa palabra los alcance.
¡Ore por ellos y trabaje para que sus hijos nazcan de Dios!
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