La fe es la certeza de que Dios hará lo que prometió que haría. Es una convicción gracias a la cual Él le concede a cada uno. Dios es la propia Palabra y, por eso, lo que Él dijo se tiene que cumplir. No existe la mínima posibilidad de que eso no suceda. Él lo confirma en el Texto Sagrado:
“Así será Mi Palabra que sale de Mi Boca, no volverá a Mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié” (Isaías 55:11).
Todo ocurre a Su tiempo y no en el momento que nosotros queremos. ¿Y no es así como funciona la vida? Cuando hacés un tratamiento con remedios, entendés que eso lleva tiempo y creés que el tratamiento surtirá efecto. Lo mismo sucede al plantar una semilla: creemos que la tierra la germinará y multiplicará el fruto de lo que fue sembrado.
Sin embargo, muchas personas involucran la fe con los sentimientos al aplicar en sus vidas la conocida frase “ver para creer”, que es, en verdad, una profesión de duda. Las Sagradas Escrituras nos orientan que “Ahora bien, la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1), es decir, no es necesario ver el milagro para que este suceda. Es necesario confiar en la Palabra de Dios. Si nos involucramos con los sentimientos, hacemos que nuestra fe sea semejante al humo que, rápidamente, se extingue.
Pero la persona que dirige su espíritu a la inteligencia tiene su fe fundamentada en la Palabra del Altísimo y cree incluso sin ver, porque sabe que, independientemente de las circunstancias, si fue dicho por Dios, entonces va a suceder.
Por lo tanto, no tomes decisiones basadas en tus sentimientos. Creé y obedecé lo que está escrito: “Y sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que Él existe y que es Galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). En otras palabras: quien cree avanza; quien no cree se queda en el lugar.