El Altar es Lugar de bendiciones, comunión y proximidad con Dios. Pero también es Lugar de sacrificios.
Es un privilegio para los que viven allí y siembran sus vidas para el Espíritu de Dios, para que del Mismo Espíritu sieguen vida eterna.
La elección de servir en el Altar es gloriosa. No es fácil. De no ser así, no serían pocos los siervos.
Pero solo el Señor y los siervos sienten el gozo de la gloria de los frutos del Altar. Son eternos como el oro puro; resplandecientes como el diamante…
No hay nada más honroso que servir de instrumento del Espíritu de Dios en la Salvación de las almas.
Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?
¿O qué recompensa dará el hombre por su alma? (Mateo 16:26)
Toda la grandeza, riqueza y belleza del mundo bañada por el sol durante el día y por la luna y las estrellas durante la noche no es nada comparada a la gloria de la Salvación de una única alma.
El alma no tiene precio.
Si hubiese solo una única alma perdida en este mundo, aun así el Altísimo hubiera venido para sacrificarse por ella.
Es la visión del Todopoderoso para con la humanidad; y es la visión de Sus hijos también.
¡Imagínese el galardón de quien gana un alma! Imagínese el de quien gana más…
Quien quiera sentir el gozo del ganador de almas que viva en el Altar y que siembre para el Espíritu del Altar.
“Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.”, (Gálatas 6:8).
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