Paro en la puerta de casa, no puedo entrar. Estoy con el pecho lleno de fe, pero sería muy duro ver a mi hija tendida sin vida allí adentro. Más temprano, cuando salí de casa, le quedaba poco tiempo.
Junté todas las fuerzas que aún me quedaban y fui a buscar a ese Hombre bendecido. Supe por los rumores del pueblo que Él estaba de paso hacia las tierras de Tiro y Sidón, pasando cerca de donde vivo. Él era mi última esperanza.
No fue fácil lograr que me escuchara. Clamé, grité, pataleé, pero había mucha gente que Lo seguía y el barullo alrededor de Sus oídos era demasiado grande para que escuchara el llanto de una madre debilitada.
Los hombres se empujaban, los enfermos llamaban y los incrédulos ofendían. Hace mucho que las personas Lo siguen buscando escuchar Sus enseñanzas, pero cuando alimentó a más de 5 mil hombres, el pueblo creció a Su alrededor.
La sensación era que Él estaba huyendo de nosotros. Se dirigía a la tierra de los gentiles, pero evitaba hablar con quien no fuera de aquel pequeño círculo de amigos cercanos. Eran llamados discípulos y, además de seguir Sus órdenes, hacían una especie de barrera que evitaba que el pueblo lo alcanzara. Pero yo lo alcancé.
Aproveché cuando despistó al pueblo y entró en una casa (Marcos 7:24), esquivé a los que estaban en la puerta y me postré a Sus pies.
“… ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.”, (Mateo 15:22).
No pertenezco a Su pueblo, soy griega, cananea, de origen siro fenicio. No conozco aquellas creencias y rituales. Tampoco Lo conocía antes de ese encuentro. Aunque sé que los hebreos Lo tratan como hijo del gran rey David. Y también sé también lo que el pueblo dice: Él es capaz de expulsar demonios con la voz. En esa situación, necesitaba creer.
“… No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.”, (Mateo 15:26).
Quizás Él esperaba que yo desistiera con esa respuesta brusca, quizás estaba probando mi fe. No sé si solo quería ver mí reacción, pero a una madre no le importan las ofensas, mientras que sus hijos estén bien.
Sé que no pertenezco a los hijos de David, que soy insignificante y no merecía tener el milagro realizado, pero no podía ser derrotada.
“… Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.”, (Mateo 15:27).
En ese momento vi que Sus ojos se iluminaron. Cuando me encaró, sentí una llama que me quemaba de la punta de la cabeza a la planta de los pies. Mi corazón se inflamó, mi voz desapareció. Su voz, que antes era autoritaria, se transformó en un abrazo caluroso de padre.
“… Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora.”, (Mateo 15:28).
Cuando recuperé la sensibilidad en las piernas, salí de allí. Ni siquiera recuerdo si agradecí, perdí la noción del tiempo y del espacio recordando a esos ojos amorosos que me amaban como a una hija verdadera. Y ahora, de repente, estoy en la puerta de casa, a pocos metros de lo que me hizo pasar por todo aquello. Mi pecho aún arde, la fe me quema por completo.
Y abro la puerta para encontrar a mi hija, viva.
Para reflexionar
Quien tiene fe persiste y encara desafíos. Y usted, ¿insiste o se detiene en el primer obstáculo?